miércoles, 27 de enero de 2010

SOBRE EL COMPROMISO DEL ESCRITOR
Escribe Carlos Sforza
En todos los tiempos se ha hablado del compromiso del escritor. Ha habido quienes sostienen que el escritor debe comprometerse directamente con el mundo que habita y, concretamente, involucrarse en la política en cuanto es el canal donde se manifiestan los diferentes pensamientos y las diversas formas de encarar el bien común, que es uno de los fines esenciales del quehacer político. Y, también, ha habido quienes sostienen que el escritor no necesariamente debe comprometerse con la política, con la praxis de la misma, sino dedicarse a lo suyo: escribir.
Los extremos, decían los antiguos pensadores, suelen ser malos y hay que buscar el justo medio. Es decir, que en este tema no se puede ser absoluto sino que se debe encontrar un punto en el cual puedan converger las diversas posturas.
Cuando Jacques Maritain habla de la poesía, sostiene: “De manera que, como la poesía tiene su origen en esa vida fundamental donde las facultades del alma obran en común, la poesía implica esencialmente una exigencia de totalidad o integridad. La poesía no es el fruto ni del intelecto solo ni de la imaginación sola. Es más aún; procede de la totalidad del hombre, del conjunto de sentidos, imaginación, intelecto, amor, deseo, instinto, sangre y espíritu. De ahí que la primera obligación del poeta sea dejarse conducir a esas recónditas zonas, próximas al centro del alma, donde esta totalidad existe en el estado de fuente creadora” (“La poesía y el arte”, pp. 140/141).
Yo diría que esa afirmación del filósofo francés, podemos aplicarla al escritor en general. Y de allí que me atreva a decir que la primera actitud y el verdadero compromiso del escritor es con la literatura. Es decir, con lo que escribe. Ese compromiso primero, esencial, debe ser cumplido a rajatabla puesto que ese es su destino, su vocación, su necesidad de expresarse. Y ese compromiso es el de crear buena literatura. Más allá de su contenido, que la forma unida a lo que se dice, sean una obra que pertenezca al reino de lo que debe ser la literatura. No podemos decir por el contenido que una obra es buena o mala. Sino por todo el formato que ella adquiere una vez que el hacedor concluye su creación.
Esto es aplicable a toda clase de obras. No podemos, por esa misma razón, decir que una obra es mala porque es inmoral, o que es buena porque es moral, puesto que lo que debemos valorar esencialmente es si es buena o mala literatura.
El hombre en situación
Los que hemos sentido la influencia notable de la filosofía de la existencia, por haberla mamado y vivido en nuestra juventud, tenemos plena conciencia de que el hombre es un ser en situación. Y como tal, lo sostuve en los comienzos de la década de los sesenta en mi ensayo sobre Gabriel Marcel, ese hombre concreto tiene sin dudas compromisos que cumplir. El propio pensador perteneciente a lo que él llama socratismo cristiano, sostiene que “Sin lugar a dudas conviene señalar los temibles equívocos que comprota la expresión de moda de pensamiento comprometido. Estamos aquí en presencia de una confusión cuyas consecuencias son funestas y que la reflexión debe denunciar a toda costa. (…) Hay que decir también categóricamente que si la noción de compromiso tiene un sentido, éste no puede dejar de estar conectado con lo universal, que debe primero reconocerse” (“Decadencia de la sabiduría”, p. 96).
En este libro publicado en 1955, tiene palabras que bien pueden aplicarse a nuestro naciente siglo veintiuno y a nuestra propia historia. Así, dice: “Pero hoy, siempre, sin duda, bajo la influencia del pensamiento comprometido, hay una complacencia en emitir los juicios más sumarios, los más macizos, los más inicuos asimismo, y por lo tanto los más absurdos, sobre períodos enteros de la historia, sobre las “clases” que percibimos a través del espejo deformante del espíritu de abstracción. En cambio, y siempre en nombre de ese mismo espíritu de abstracción, aquellos que demuestran tanta severidad hacia todo lo que se refiera al pasado testimoniarán indulgencia sorprendente frente a los abusos que se multiplican en nuestros días y verán en ellos algo así como las matrices de la historia” (p.97).
Los escritores
Regreso al comienzo de esta nota. Los escritores y el compromiso. Sin dudas cada uno de quienes somos escritores, somos a la vez, seres en situación. Hay quienes por diversas causas, necesitan asumir un compromiso político concreto, para realizar una praxis conforme a su pensamiento. Y está bien que lo hagan porque así lo sienten. Hay otros que canalizan su compromiso con diversas acciones concretas, ya sea en instituciones públicas o privadas. Y lo hacen porque es su manera de manifestar un compromiso que sienten dentro de la comunidad concreta a la que pertenecen. Y también está bien que lo hagan Hay quienes actúan como “francotiradores” porque no se encuentran contenidos en ninguna asociación, partido, cofradía, ni grupo determinado. Y está, también, bien que lo hagan. Pero lo que debe quedar claro es que el escritor sí tiene un compromiso ineludible, al que no puede renunciar para no traicionar lo que es: el compromiso con la literatura. Y ese compromiso demanda un trabajo permanente, una labor que no tiene horarios concretos, un estar siempre alerta, con las antenas a punto, para captar su entorno, para buscar sus personajes, para hacer andar su imaginación.
Recordemos una anécdota atribuida al Venerable Beda, ese monje benedictino que rescató la primera literatura inglesa. Cuenta esa anécdota que un labrador de la campiña británica, viendo escribir al Venerable Beda, expresó: “-¡Qué oficio más fácil es el de escribir! ¡Le basta con mover tres dedos!” Esa apariencia de facilidad que veía el labrador, acostumbrado a su trabajo de sol a sol en los campos, no es tal. Porque detrás de esa labor del monje, como lo ha reconocido Borges en sus clases de Literatura Inglesa en la UBA, como en Literaturas germánicas medievales, estaba un teólogo, historiador y cronista anglosajón que fue una de las figuras más eruditas de la Edad Media. Y sus escritos salvaron buena parte de la literatura de la isla. Y su oficio, pese al decir del labrador, no era nada fácil, puesto que cumplía con un trabajo que demandaba estudios, conocimientos y condiciones para escribir lo que escribió. Y su compromiso estaba, pues, con la escritura. Y lo cumplió con creces.
Sepamos, a esta altura, deslindar los campos. Y afirmemos, sin titubeos, que como queda dicho, el compromiso primero, esencial, vocacional del escritor es, pues, con la literatura. Lo demás, en sus diversas manifestaciones públicas y/o privadas, vendrá o no, por añadidura.
(Publicado en “El Diario” de Paraná (E.R.) el 26/01/2010

sábado, 23 de enero de 2010

REEDICIÓN DE UN VALIOSO LIBRO
La Sociedad Filantrópica Terror do Corso ha reeditado el libro "La de las Siete Colinas" del recordado gran poeta victoriense Gaspar L. Benavento. El libro tien en la portada un hermoso óleo de Gabriel Calabrese que, sin dudas, enaltece la edición. En pág. 3 se consigna como Cuarta Edición y Ediciones Del Castillo en pág. 7 habla de "cuarta edición". Para ser preciso y aclarar el punto, debo consignar que ésta es la quinta edición del poemario de Benavento. Evidentemente ha habido un error y se ha pasado por alto la cuarta edición que hizo Editorial de Entre Ríos en su Colección de Homenajes (años 1993/94), dirigida por Marta Zamarripa.
Esta nueva reedición del poemario de Benavento tiene prólogo de Rafael Ielpi quien hace un paneo del contenido de la obra y también el Comentario (Prólogo) que se publicó en la tercera reedición con la firma del querido amigo y recordado cofrade de la Academia Porteña del Lunfardo, Joaquín Gómez Bas.
Esta edición de la obra se basa en la tercera edición, publicada en 1977 y se incluyen las Coplas que allí se incluyeron y que en la primera edición de 1946 no las tenía. Es un verdadero acierto haber publicado esta quinta edición de "La de las Siete Colina, puesto que estaba agotada la última reedición de la Edit. de Entre Ríos.
Oportunamente, en mi ensayo "Gaspar L. Benavento y su canto a Victoria" (Edit. de Entre Ríos), escribí que en el poemario, Gaspar ha sabido, también darle la vestidura apropiada al elegir la forma de romance lírico en endecasílabos, con la utilización de símbolos, imágenes, metáforas, símiles, palabras del lenguaje judeo-cristiano, sensaciones, percepciones, colores... Y terminaba mi ensayo expresando que en el poemario se encuentran unidad de forma y contenido; belleza y ritmo; amor; arraigo consubstancial a la tierra; todo esto ha logrado plasmar poéticamente Gaspar L. Benavento en el poemario que logra comunicarse con lo íntimo de quien abreva en sus páginas. Y así, quien goza con esa comunicación inefable a través de esta poesía, comprende que Benavento sabía lo que decía cuando, al concluir el libro, estampó aquellos versosque repican en nuestra memoria:
"¡Como que te he robado para siempre
"la canción de tus últimas calandrias!

domingo, 17 de enero de 2010

LIBROS POPULARES Y LIBROS PARA POCOS
Escribe Carlos Sforza
Sabemos que hoy por hoy, con el crecimiento demográfico del mundo, ha aumentado, aunque parezca mentira, la cantidad de libros que se editan. Asimismo es cuantioso el número de escritores que se presentan a los concursos. Cuando uno lee o conoce por otros medios la densidad de obras presentadas, piensa que para un jurado es casi imposible leerlas a todas. Se supone que en los más resonantes concursos, existen jurados de preselección que decantan obras y dejan unas pocas para que el jurado central dé su veredicto. Ello hace, muchas veces, que se desconfíe de ciertos concursos pero, a la vez, los autores no desmayan y presentan sus originales con la esperanza de poder acceder al premio, a la publicación y a ser conocidos como escritores.
Al margen de ello, existen muchos escritores que al no tener acceso a las grandes editoriales (casi todas multinacionales), optan por otras más pequeñas o bien, por la edición de autor, contratando la impresión y edición a una imprenta especializada.
Beatriz Sarlo publicó en ADNCULTURA del diario La Nación de Buenos Aires, un interesante ensayo sobre Globalización y Cultura, que tituló “Estéticas en el mercado” (02/01/10) donde aborda el tema general del “agotamiento actual de las formas, la verdadera función de la crítica y los consumos literarios” (p.18/20).
Además de enfocar y analizar la parte plástica, dedica su último tramo a la literatura. Allí analiza lo que se denomina arte popular y arte de elite referidos a los libros y es en ese tramo en el que tiene lúcidas apreciaciones sobre el tema.
Es indudable que hay una literatura que el mercado impone a los potenciales lectores. Esa literatura que podríamos llamar popular o de masas, tiene en los que la escriben a buenos autores y también a mediocres cuando no malos escritores. La denominada literatura de elite es la que tiene muchos menos lectores porque no goza de la difusión de los grandes medios, mucha no es asequible a cualquier lector ya que por su temática y/o su forma o estructura, resulta difícil, demanda un trabajo intelectual que debe tener su práctica y los lectores en general, no se acercan o la rechazan porque desean una literatura más fácil, quizá más light.
Hay escritores, y lo señala Sarlo, que en los años sesenta y setenta, constituyeron el boom de la literatura latinoamericana. Un grupo que logró colarse en los grandes mercados europeos y de Estados Unidos, como García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes… Y otros, que en la misma etapa eran leídos por pocos, por una elite, pero que tenían (y tienen) tanto valor como aquéllos: Onetti, Lezama Lima, Lispector…
También es cierto que al lado de aquéllos y de éstos, hubo (y hay) muchos escritores que no pasarán precisamente a la posteridad sino sólo podrán ser recordados (si lo son) a manera de dato estadístico.
Es verdad también, que la crítica ayuda o hunde, según los casos, a algunos escritores. Hacer crítica de libros no es tarea fácil. Y uno de los fundamentos de la crítica es tener “olfato” pero, a la vez, saber mantener la ecuanimidad imprescindible para poder hacer una crítica valedera por ser precisamente de verdad una crítica. Si no estaríamos ante lo que dijo Sartre de los críticos: “La mayoría de los críticos son hombres que no han tenido suerte y que en el momento en que estaban en los lindes de la desesperación, encontraron un modesto y tranquilo trabajo de guardián de cementerios”.
Es verdad, asimismo, que hay mucha literatura popular que sin ser excelente, es buena, llevadera y causa gozo en muchos lectores. Pensemos en muchas novelas policiales, en las de aventuras, las románticas (pregunta ¿cómo y por qué tuvo tanto éxito la legendaria novelista española Corín Tellado?).
Sarlo sostiene que es más difícil leer literatura que navegar la Web. Y dice que “leer literatura implica la realización de operaciones muy separación arbitraria pero que sirve para ilustrar mejor la cuestión).
Ernesto Sábato, categórico como siempre, en “El escritor y sus fantasma” asevera que “Contra los que pretenden, demagógicamente , que toda gran obra de arte a la larga es mayoritaria; y contra los exquisitos que pretenden lo contrario, creo que es fácil demostrar que ambas pretensiones son sofísticas. 1- Hay literatura grande y sin embargo minoritaria: Kafka. 2-Hay literatura minoritaria y sin embargo mala: la mayor parte de los poemas que hoy se escriben, meros logogrifos o logomáquicos. 3-Hay literatura grande y mayoritaria: El viejo y el mar. 4-Hay literatura mayoritaria y mala: historietas, fotonovelas, literatura rosa, casi toda la literatura policial” (esto lo escribió en la primera edición de Aguilar, publicada en 1963. Salvando el tiempo, se puede reciclar y aplicar hoy).
Frente a los cambios que los tiempos imponen a través de la cibernética y otros medios, hay que estar atentos y saber discernir para lo cual se necesita tener sentido común, prepararse debidamente, no improvisar, ser consecuente, no caer en lo plebeyo ni dejar de ser persona para pasar a ser parte de una masa informe.
La literatura en formato de libro, seguirá bregando para llegar a muchos o a unos pocos, pero sin claudicar, tratando siempre de nivelar apara arriba y con buenas obras de arte literario.

domingo, 10 de enero de 2010

ARTE Y MORAL
Escribe Carlos Sforza
Mucho se ha escrito sobre el arte y la moral. Sus relaciones, su subordinación, su independencia, cuándo una obra es inmoral y cuando una obra es arte. Si hay arte en una obra que los hombres consideran inmoral. Y, a la recíproca, si una obra de arte puede consideras inmoral como tal (obra de arte).
Desde tiempos inmemoriales este tema ha devanado los sesos de muchos pensadores y de no pocos improvisadores. Lo cierto es que hay una tendencia a ser absolutos en el tema. Se está de un lado o del otro. No hay términos medios. Pero el asunto no es así, creo. Hay que saber colocar los puntos sobre las ies y buscar una solución o una posición que sea lo más ecuánime posible.
Es cierto, y se ha visto a lo largo de la historia, que de ambos lados existen fanáticos que no admiten discusión alguna. Son, en última instancia, fundamentalistas en un tema que no necesita y debe prescindir de los fundamentalismos.
Dos campos diferentes
En primer lugar debo decir que en el tema del arte y la moral estamos en dos campos diferentes. Jacques Maritain, filósofo francés, enrolado en la tradición tomista, ha hecho muchos e importantes aportes sobre el tema. Dice Maritain que “El valor artístico y el valor moral pertenecen a dos esferas diferentes. El valor artístico se refiere a la obra, el valor moral al hombre”. No es ni más ni menos lo que sostengo al hablar de dos campos diferentes. Y en su libro “La responsabilidad del artista”, agrega: “Los pecados de los hombres pueden ser tema de una obra de arte. De ellos el arte puede crear belleza estética. Si fuera de otra manera, no habría novelistas. La experiencia del mal moral hasta puede contribuir a alimentar la virtud del arte, quiero decir, por accidente, no como exigencia necesaria del arte. (…) El arte, pues, se vale de cualquier cosa, aún del pecado. El arte se comporta como un dios: piensa sólo en su propia gloria” (p. 21).
De allí que cuando estamos ante una obra de arte debemos admirar (si es admirable) la obra en sí, despojándonos de su contenido desde el punto de vista moral. La obra vale por ser estéticamente bella, o armónicamente bien construida. Por los valores que encierra en sí misma como obra de arte.
Ello, claro, no significa caer en un esteticismo paranoico, que no conduce a ninguna parte. La obra de arte que vale por sí misma, tiene suficientes elementos para dejar de lado ese puro esteticismo y entrar de lleno en el corazón del receptor, porque sus valores son eso: valores que conforman sí, una estética, pero que eluden el puro esteticismo.
Afirma J. Maritain en la obra citada que “El arte por el arte, no significa el arte por la obra, que es la fórmula correcta; significa un absurdo, esto es, una supuesta necesidad del artista de ser solamente un artista, no un hombre, y por el arte se separa de sus fuentes de aprovisionamiento y de todo alimento, combustible y energía que recibe de la vida humana” (p.40). Es el denominado artista encerrado en su torre de marfil.
Ello resulta imposible. Como sostenía F. Mauriac refiriéndose a sus novelas: “Nuestras pretendidas criaturas están formadas por elementos tomados de lo real; combinamos con más o menos habilidad, lo que nos suministra la observación de los otros y el conocimiento que tenemos de nosotros mismos”.
La propia experiencia, el conocimiento de uno mismo, unido al saber ver en los demás lo que son, cómo actúan y por qué lo hacen, el tener una visión no sólo de nosotros mismos sino también, complementada con los demás, con el otro, nos da la posibilidad de ser capaces de crear una verdadera obra de arte. Y si el arte es según Aristóteles, una virtud, lo es del intelecto práctico, de allí que el arte se refiere a la bondad de la obra, no a la bondad del hombre.
En el caso de los escritores, hay los que a través de sus obras, quieren hacer una apologética. Hay los que en ese afán apologético, hacen primar sus convicciones personales por las que puedan tener los personajes que habitan sus narraciones. Y es un error que decididamente va en menoscabo de la calidad de las obras que adoptan ese canon.
Siempre recuerdo una entrevista que le hicieron hace más de cincuenta años en la revista Lector, a Graham Greene. En ella le preguntaron si él era un novelista católico. Y el inglés, con precisión y no poca sutileza respondió: “Yo no soy un novelista católico, soy un católico que escribe novelas”. En esa respuesta estaba toda una definición de lo que es la novela y a contrario sensu, de lo que no es la novela. No es una obra apologética donde aparece la creencia religiosa del autor. Sino que si el autor tiene una creencia religiosa, cuando crea una novela no lo hace desde esa creencia sino desde la libertad de sus personajes que, muchas veces, pueden pensar y creer de forma distinta a la del autor.
En un largo estudio que escribió Eduardo Mallea sobre la novelística de Graham. Greene, decía que “Como en Dostoiewski, la idea de libertad sirve en Greene de base a la idea del hombre como valor absoluto”. Y agregaba: “Toda la literatura significativa de nuestro tiempo es una literatura de libertad” (…) y lo es “(…) porque echa abajo las columnas que la aprisionan y da importancia a Sansón luchando con los fragmentos –o estancamientos- que intentan aplastarlo”.
Pensemos entonces que el arte y la moral, ubicados en distintos segmentos, tienen vigencia por sí mismos. Es decir, cuando el artista crea, lo hace buscando la bondad de la obra que está haciendo. Y cuando el hombre actúa en su vida, lo hace conforme a sus convicciones morales o a su amoralismo si es el caso.
La obra de arte vale no por ser moral o inmoral, sino por ser bella, que traducido a lo práctico, es decir: por ser precisamente una obra de arte que vale por sí misma. Aunque parezca una afirmación de Perogrullo.

martes, 5 de enero de 2010

Sobre George Orwell

En los finales del año 2009, en Revista Eñe digital, salió publicada la noticia de la edición en español de los artículos periodísticos del autor de "1984". Como soy un seguidor de Orwell me interesé en la información y comprobé que incluído el artículo "Cazando un elefante", excelente manifestación periodística del autor, se hacía saber que por primera vez se publicaba en español La política y el idioma inglés. Lo que constituye un error, puesto que ese artículo fue publicado en español hace poco más de cincuenta años. Y está incluído en el libro "Cazando un elefante,Editorial Kraft, Colección Cúpula, versión castellana de Myriam E. Friedenthal, Bs.As., 30 de agosto de 1955. Ocupa de la pág.83 a la pág.99. Precisamente ese, fue el primer libro en español que leí de George Orwell. Quien dio la información, obviamente, no puede conocer quizá, lo publicado en nuestrop idioma por el autor, pero vale salvar lo que pienso, es un error involuntario.

domingo, 3 de enero de 2010

UN EXTRAÑO DON

Me habían hablado del hombre. Pero como suelo ser muy racional, casi no creía las cosas que de mentas había escuchado. Lo cierto es que quise conocerlo. Conocerlo es un decir, porque cuando llegué a su rancho (mejor diría tapera) lo que pude vislumbrar fue un hilo fino. Eso y no otra cosa era el hombre. Un puro y alargado hilo fino. Lo que sí me llamó la atención, aparte de la figura del hombre, fueron los ojos. Estaban vivos. Los ojos, se entiende. Eran azules, de un azul claro pero profundo. Un cielo, eso, un cielo me parecieron.
Quise hablarle pero el hombre no respondió. Estaba como en trance. A todo esto creo que me olvidé de consignar que había una caterva de perros flacos a su alrededor. Mansos los perros. De vez en cuando movían las colas para espantar algunas moscas que, cargosas, revoloteaban en torno al hombre.
Blas Celestino Centoya se llamaba el hilo fino con ojos azules que tenía delante de mí. De larga fama en la comarca. Casi una leyenda era el hombre. En los alrededores y más allá, por los límites de las islas. En el Quinto Cuartel vivía Blas Celestino Centoya. El barrio viejo de las caleras, ahora, claro, venido a menos. No era más el emporio de otros tiempos cuando la cal se mandaba, en convoyes de barcos, afuera. Media ciudad de La Plata se hizo con la cal del Quinto. Pero esa es otra historia que alguien contará.
Por ahí, como un suspiro, se irguió el hombre. Porque cuando llegué estaba apoltronado en un jergón de maderas y guascas. Husmeó por una ventana, chiquita y cuadrada, hacia fuera. El sol de la primavera apretaba a esas horas. La siesta iba desperezándose en unos paraísos añosos que en el patio de tierra lucían como centinelas en descanso.
Le volví a hablar al hombre. Movió sus labios carnosos. Una hilera amarillenta de dientes carcomidos fue lo único que alcancé a divisar. Con la mano derecha, parsimoniosamente, se arregló el cabello. Mucha pelambre tenía el hombre para la edad. Indefinidos los años que había vivido Blas Celestino Centoya. Pero se me hacía que como ochenta. Si no eran más.
–Don Centoya –dije–, me han hablado mucho de usted y como estoy haciendo una recopilación de datos para un libro quisiera que me contara sobre su don…–dejé flotando las últimas palabras. Como si quisiera largar un gancho.
El hombre me escrudiñó con sus ojos de azul profundo. Pero un profundo a la vez manso, sin sobresaltos. Diría como de quien está de vuelta de todas las cosas.
–Usté dirá –fue lo único que obtuve como respuesta.
Entonces me animé. A esa altura los perros se habían adelantado y olfateaban en la puerta del rancho. Centoya salió a la luz de la tarde. Reverberaba la primavera en los paraísos. Y más allá, en unos malvones que crecían a la buena de Dios. Y el sol reverberaba en la tierra del piso y en las toscas de una especie de barranca que estaba hacia la derecha como haciendo tapia a un sendero que conducía al río. Detrás el hombre, que parecía más fino alumbrado por la inmensa luz del sol de primavera, salí yo. Nos sentamos en un tronco viejo, tendido en un costado del rancho.
–Usté dirá –repitió.
–Larga fama tiene, don Centoya–. Saqué los cigarrillos y le alargué el paquete. No me aceptó. Pero sí hurgó en la cintura ceñida por una faja negra y extrajo el resto de cigarro que se echó en la boca y comenzó a mascarlo. De a ratos, por el costado de la boca, lanzaba unos escupitajos marrones que se confundían con el color del piso de tierra.
–…me gustaría saber cómo era su don, esa atracción que tenía para que lo que siguieran los animales –proseguí. Y me quedé mirándolo de lleno.
–Ah, bueno, eso es…– con una ramita hizo unos dibujos en el suelo. Y dijo:
–Resulta que yo era un hombre de andar por el campo firme y el anegadizo. En éste más que en aquél…– hizo una pausa, aspiró el aroma que llegaba desde los paraísos y un brillo de picardía iluminó sus ojos–…y no sé por qué, pero siempre que andaba en medio del campo, se me arrimaban los vacunos. Yo no hacía nada. Pero en cuantito principiaba a andar, los animales me seguían. Y bueno, así llegaban hasta la casa y se aquerenciaban. Lo que pasaba siempre es que la autoridá no lo entendía de ese modo, decía que yo los arriaba. ¡Si habré tenido líos por esa causa! Y por el don, que le dice usté. Y yo sé que así era nomás.
Un silencio profundo se cernió después de las palabras de Blas Celestino Centoya. Y ya no hubo forma de hacerlo hablar al hombre. Se ensimismó y hasta los ojos fueron un hilo como un hilo era todo el hombre.
Me despedí después de haber fumado el segundo cigarrillo. Ni siquiera me miró ni abrió la boca para mostrar los dientes carcomidos ni hizo gesto de ninguna especie. Los perros, quietos y amodorrados, lo rodeaban en círculo, echados, con las cabezas entre las patas delanteras y algún leve movimiento de las orejas. Y nada más.
Me fui alejando de a poco. Allí, atrás, hierático y en un estar, quedaba el hombre. Con su don que le había dado larga fama en la zona. Y yo sin haber sacado nada en conclusión.
Pero a los pocos días me enteré del hecho. Y parece que fue así como decían. Aunque la policía opinaba de otra manera. Se había largado a la isla Blas Celestino Centoya. En un falucho dicen que fue. A botador y nada más. Unos pescadores lo habían visto como un ánima en medio del riacho. Y en un campo bajo, donde pastaban varios mochos negros, el hombre se había parado. Sebastián Ahumada, “Biguá” que le dicen, lo estuvo observando mientras recorría el espinel.
Parece ser que el hombre se hizo más fino que antes. Y que le resucitó el don (si es que alguna vez lo había perdido o se le había muerto). Y comenzaron a rodearlo los animales. Y fue tal la cantidad que llegó que, al decir de Ahumada, no se lo podía ver casi al hombre. Dicen los cuidadores de las islas vecinas que los bovinos se azotaban en la correntada y no podían sujetarlos. Y todos marchaban al centro del campo anegadizo donde Blas Celestino Centoya estaba de pie, fino hilo entre los espartillos. Sin moverse estaba el hombre. Y se fueron arracimando las vacas y los novillos y los terneros y algunos toros que se abrían paso con las cornamentas casi tocando el suelo.
Y fue, como se dijo después, cuando el cielo se enrojeció. La policía afirmó que fue por la puesta del sol que presagiaba la gran sequía que sobrevino en la zona. Los pescadores que vieron ese cielo dicen otra cosa. Yo, a esta altura, callo mi opinión.
Y fueron cientos y cientos de animales que rodearon al hombre. Y el hilo fino, de ojos azules profundos y serenos, en medio de ellos. Después lo encontraron cuando pudieron sacar los animales del lugar. Lo encontraron es un decir. Porque apenas si había unos restos que se habían hecho como cenizas calcinadas. Como si de golpe el hombre hubiera cargado sobre sí añares y más añares. La policía dijo que el hombre quiso seguir con la vieja costumbre de cuatreriar y ya no estaba para esos trotes. Más de una vez, antes, había estado preso por el delito “Abigeato”, decía pomposamente el Oficial Sumariante cada vez. “Es un don que tengo”, replicaba siempre Centoya.
El cielo se enrojeció y el hombre se hizo más fino, dicen que decía el “Biguá” una y otra vez a quien quisiera oírlo. Se hizo uno con los animales. Y despareció. Fue cuando el fenómeno del cielo y cuando se escuchó en las islas y más allá, hacia el lado de Gualeguay, y más acá por el viejo barrio de las caleras, el gran mugido que a más de uno hizo persignarse y a no pocas viejitas sacar ramitas de olivo bendito para quemar.
Así desapareció de escena Blas Celestino Centoya. ¿Desapareció? Es un decir. Cuentan que de vez en cuando se ve un hilo fino con dos luceros azules que se yergue en medio del campo y hacia él convergen los vacunos. Eso dicen. Tal vez habría que comprobarlo. O no. Depende. A esta altura uno puede creer o dudar. Yo cada vez dudo menos.

viernes, 1 de enero de 2010

Mi presentación

Desde 2010 comienzo con este blog. Me presento con mi último libro: "LOS CUENTOS DEL ASTRÓLOGO". Y mi perfil para que los cibernautas me conozcan mejor y para acercarme a mis amigos y lectores.






"Carlos Sforza en este libro aborda uno de los géneros que lo destacan en la narrativa: el cuento.
Con su estilo inconfundible, el autor crea sus ficciones en un ámbito geográfico reconocible, con personajes que viven problemas que hacen al hombre concreto, de carne y hueso, con sus amores, odios, pasiones, alegrías y dolores, en un mundo ficcional que escapa hacia la vida real.
Con prosa cuidada, con recursos del habla coloquial usados con mesura y propiedad, plantea el tema del hombre que transita hoy (o lo hizo ayer) pero que lleva el sello de un ser que trasciende el tiempo y se introduce en la historia misma del devenir humano.
Lo real y suprareal, la intercalación y cambios de planos temporales, las diversas voces narrativas, dan valor y calidad a los cuentos de Carlos Sforza que una vez más muestra la validez de una obra que desde Entre Ríos se inserta en la narrativa argentina y constituye un valioso aporte a las letras del país.
Como se escribiera en el diario ‘La Nación’ de Buenos Aires a raíz de un anterior libro de Sforza, su procedimiento consiste en ofrecer indicios para que sea el propio lector quien perciba, seducido por su escritura coloquial en la que se mezclan los tiempos históricos, el misterio que subyace en los cuentos.
El lector, en suma, podrá gozar y continuar con su imaginación la obra de este hacedor de ficciones que es Carlos Sforza."